En tiempos antiguos, en la provincia de Sagami, vivía un niño llamado Kintarō. Nació en las montañas de Ashikaga y vivía allí junto a su madre.
Desde pequeño, Kintarō tenía una fuerza extraordinaria. A los ocho años, podía levantar sin problema un mortero de piedra y un saco lleno de arroz. Pocos adultos se atrevían a competir con él en sumo, y pronto ya no quedó nadie en la región dispuesto a medir su fuerza contra él.
Kintarō se empezó a aburrir. Empezó a internarse en las montañas y a vagar todo el día por el bosque. Cargaba un enorme hacha en los hombros y se dedicaba a talar grandes criptomerias como si fuera un leñador experimentado. Así se divertía.
Un día, mientras talaba árboles en la profundidad del bosque, de repente apareció un enorme oso, con ojos encendidos de furia.
– ¡¿Quién está cortando mis árboles?! – rugió el oso y se lanzó contra el niño.
– ¿Acaso no sabes quién soy? – respondió Kintarō. Dejó caer el hacha, y se abrazaron en combate. La pelea no duró mucho: Kintarō logró tumbar al oso en el suelo. Viendo su derrota, el oso pidió clemencia y desde entonces le sirvió fielmente.
El conejo, el venado y el mono supieron que el dueño del bosque, el oso, se había rendido ante Kintarō. Entonces fueron con él y le dijeron:
– ¡Acéptanos también como tus sirvientes!
– Bueno, síganme – accedió Kintarō. Y los animales se volvieron sus servidores.
Kintarō solía tomar bolas de arroz de su madre y se iba al bosque desde temprano. Llegaba, daba un silbido:
– ¡Eh, vengan todos!
Y corrían hacia él sus servidores: el oso iba al frente, seguido por el venado, el mono y el conejo. Juntos recorrían las montañas.
Un día, después de deambular todo el día, llegaron a un prado. La hierba era tan suave como seda. Los animales empezaron a rodar y saltar. El sol brillaba alegremente, y Kintarō propuso:
– ¿Qué tal si luchan un rato para ver quién es el más fuerte? Al ganador le daré una bola de arroz.
El oso apartó la tierra con sus fuertes patas y marcó un círculo. En la primera ronda salieron el conejo y el mono, mientras el venado fungía como juez. El conejo intentó sacar al mono del círculo tirándole de la cola, pero el mono se enojó, agarró al conejo por sus largas orejas y lo jaló. El conejo no soportó y soltó al mono. Así terminó la pelea, sin ganador ni premio.
En la segunda ronda lucharon el venado y el oso, y esta vez el conejo fue el juez. El venado bajó la cabeza y embistió al oso con sus cuernos, sacándolo del círculo.
Kintarō aplaudió de alegría. Finalmente, él mismo se paró en el centro del círculo.
– ¡Vengan uno por uno! – dijo, extendiendo los brazos. El conejo, el mono, el venado y al final el oso intentaron vencerlo, pero todos fueron derrotados.
– ¡Vaya guerreros de pena! A ver, ¡todos juntos!
Los animales se le abalanzaron: el conejo le jaló una pierna, el mono el cuello, el venado lo empujaba en la espalda y el oso lo atacaba de frente. Todos jadeaban, esforzándose por derribarlo, pero ¡nada! A Kintarō le aburrió el juego y sacudió los hombros, haciendo que todos los animales volaran en diferentes direcciones. Cuando se recuperaron, uno se sobaba la espalda, otro el hombro, asegurándose de que no se habían lastimado.
– ¡Pobres de ustedes! – dijo Kintarō. – Los invitaré a comer.
Sentó en un círculo al conejo, el oso, el venado y el mono, y él se sentó en el centro para repartirles las bolas de arroz. Después de comer, emprendieron el camino de regreso, cantando despreocupados.
En su camino, llegaron a una profunda barranca, con un torrente rugiendo en el fondo. El puente había sido arrastrado por el agua. ¿Qué hacer?
– ¡Volvamos! – dijeron los animales.
– No se preocupen, – dijo Kintarō.
Miró alrededor y vio una criptomeria gigantesca en el borde de la barranca. Colocó su hacha en el suelo, agarró el tronco con sus manos, empujó una y otra vez hasta que el enorme árbol cayó atravesado sobre la barranca, formando un excelente puente.
Kintarō levantó su hacha y fue el primero en cruzar el nuevo puente.
– ¡Qué fuerza! – exclamaron asombrados los animales, siguiéndolo.
En ese momento, un leñador que estaba sentado en una roca cercana, vio cómo Kintarō derribó el árbol sin mucho esfuerzo y pensó: «¡Vaya chico! ¿De dónde ha salido este fortachón?» Bajó de la roca y siguió a Kintarō sin que él lo notara.
Después de despedirse de sus amigos, Kintarō siguió su camino solo. Pasó sin problemas por precipicios y trepó acantilados, hasta que llegó a una choza aislada en medio de las montañas, de cuya chimenea salía un humo blanco.
El leñador apenas lograba seguirle el ritmo. Finalmente, llegó a la choza y miró dentro: Kintarō estaba sentado junto al fuego, contándole a su madre cómo el oso y el venado habían peleado. La madre escuchaba y se reía.
Entonces, el leñador asomó la cabeza por la ventana y dijo:
– Oye, niño, ¿te atreves a luchar conmigo?
Sin esperar respuesta, entró en la choza, se sentó en el suelo y extendió su brazo peludo y musculoso frente a Kintarō.
– ¡Ah! – exclamó la madre con un susto. Pero Kintarō se mostró encantado.
– ¡Claro! – dijo, y extendió su brazo pequeño. Ambos lucharon por un rato, cada uno tratando de doblar el brazo del otro, pero por más que lo intentaron, ninguno pudo vencer.
– Ya basta, veo que somos iguales en fuerza – dijo el leñador, retirando su brazo primero. Luego, se sentó en la estera, hizo una reverencia y se dirigió a la madre de Kintarō:
– Disculpe que haya llegado sin invitación. Vi cómo su hijo derribó un gran árbol cerca de la barranca y me impresionó. Lo seguí y así llegué aquí. Después de esta corta lucha, estoy aún más asombrado de su gran fuerza. ¿Por qué no hacer de este niño un valiente guerrero?
Luego se dirigió a Kintarō:
– ¿Qué dices, pequeño, quieres ir conmigo a la capital? ¿Te gustaría convertirte en un gran guerrero?
Los ojos de Kintarō brillaron de emoción.
– ¡Claro que sí! – respondió.
Entonces, aquel que se hacía pasar por leñador reveló que en realidad su nombre era Usui no Sadamitsu y que servía al famoso general Minamoto no Raikō. El general le había ordenado reunir a los guerreros más fuertes, así que se había disfrazado de leñador para viajar por todo Japón.
Al escuchar esto, la madre de Kintarō se alegró:
– ¡Qué maravilloso! El padre de Kintarō también sirvió alguna vez al príncipe Sakata. A mí me tocó vivir en las montañas, pero siempre soñé con enviar a mi hijo a la capital, para que se convirtiera en guerrero y se ganara la fama con sus hazañas. Estoy feliz de que se lo lleve con usted.
Cuando los animales supieron que Kintarō se marchaba a la capital, fueron los cuatro a despedirse: el oso, el mono, el venado y el conejo.
Kintarō los acarició en la cabeza y les dijo:
– Vivan en paz y recuérdenme.
Los animales se fueron. Kintarō se inclinó ante su madre, se despidió de ella y se fue con el guerrero Sadamitsu.
Caminaron largo tiempo hasta que finalmente llegaron a la capital. Al entrar en el palacio de Minamoto no Raikō, Sadamitsu presentó a Kintarō ante el general y le dijo:
– Encontré a este niño en las montañas de Ashikaga, ¡mírelo! Se llama Kintarō.
– ¡Vaya, qué chico tan fuerte! – dijo Minamoto no Raikō, acariciando la cabeza de Kintarō. – Será un buen guerrero. Pero el nombre Kintarō no es adecuado para un guerrero. Tu padre sirvió al príncipe Sakata, así que de ahora en adelante te llamarás Sakata no Kintoki.
Así fue como Kintarō comenzó a llamarse Sakata no Kintoki. Y cuando creció, se convirtió en un gran guerrero y, junto a Watanabe no Tsuna, Urabe no Suetake y Usui no Sadamitsu, realizó muchas hazañas gloriosas bajo el estandarte de Minamoto no Raikō.