Un caballo y un buey pastaban juntos en un prado. El caballo miró al buey con desprecio y le dijo: – ¡Eh, tú, campesino! ¿Cómo te atreves a pastar cerca de mí? ¡Aléjate y vete por tu propio camino!
El buey, molesto, soportó el insulto y preguntó al caballo: – Hermano, ¿por qué te crees tan superior a mí?
– ¿Cómo? – exclamó el caballo. – ¿Acaso no ves las elegantes mantas que ponen sobre mi lomo, los adornos de oro y plata con los que me decoran? ¡Incluso el rey monta sobre mí, me acaricia y me elogia! Soy rápido y útil, mientras que tú… el rey ni siquiera querría mirarte.
– Es cierto, – admitió el buey – pero aun así soy más útil que tú. Tal vez no tengo tu velocidad, pero sí tengo fuerza. Si yo no arara, no sacara agua del pozo, no regara los campos, no trillara las cosechas, no llevara los granos al mercado, no moviera las ruedas del molino, entonces no solo tú, sino también tu noble jinete, morirían de hambre. Con mi esfuerzo, alimento y mantengo al mundo.
– ¡Eres un insolente! – gritó el caballo. – ¡No digas tonterías, o te daré una patada que te reventará la barriga!
El buey no se quedó callado y respondió con audacia. La pelea estaba a punto de estallar entre ambos, pero justo entonces apareció un elefante cercano. Al enterarse de su disputa, les dijo: – ¡Oigan, necios! Discuten en vano. Ambos son útiles a su manera. Escucha, hermano caballo: el buey no puede hacer tu trabajo, pero tú tampoco puedes hacer el suyo. Ambos sirven al hombre, y otros animales domésticos también son de gran utilidad. Dejen de presumir y sigan cada quien con su trabajo.
El caballo escuchó las palabras del elefante, reconoció su sabiduría y se sintió avergonzado. Desde entonces, nunca más presumió ni miró a nadie por debajo de él, entendiendo que cada trabajador es útil para los humanos.