Un cuento popular inglés sobre un sastre y hadas

En tiempos antiguos, los sastres no trabajaban en un solo lugar, sino que recorrían los pueblos ofreciendo sus servicios: coser o arreglar ropa. Uno de ellos, llamado Tomás, estaba trabajando en una granja en North Riding, Yorkshire. Mientras cosía, platicaba con la dueña de la casa. En eso, vio cómo ella llenaba un tazón con crema fresca y lo dejaba fuera de la puerta para el duende de la casa, un pequeño brownie.

—¿De verdad cree usted en duendes, elfos y esas hadas? —preguntó Tomás.

—¡Por supuesto! —respondió la mujer.

—Pues yo, —rió Tomás burlón, —si alguna vez me encontrara con una hada, la metería en una botellita para que no hiciera travesuras.

—¡Shhh! —susurró asustada la mujer. —¡Cuidado! Si alguna hada lo escucha, puede que no le guste nada y se vengue.

—Bah, tonterías, —dijo Tomás, cortando el hilo con los dientes y alisando una costura sobre su tabla de sastre. —Yo digo que esas cosas no existen.

—Muy mal dicho, —respondió la granjera.

Ya estaba oscureciendo cuando Tomás terminó su trabajo. Guardó su aguja, hilos y tijeras en su bolsa, y tomó bajo el brazo su tabla de sastre.

—Tengo que llegar a casa antes de que sea de noche. Mi esposa seguro ya me está esperando.

—Lleve esto para ella, —dijo la mujer, ofreciéndole un pastel de cerdo hecho en casa. —Seguro le gustará.

—Gracias, buena noche.

—¡Cuídese y guárdese de las hadas! —le advirtió ella.

—¡Bah! ¡Que les doy una patada! —dijo Tomás, mientras se alejaba por el camino.

Primero siguió por el sendero principal, pero luego decidió cortar camino a través de los campos. Al cruzar una cerca, movió torpemente la bolsa y dejó caer sus tijeras al suelo.

Tuvo que bajar la tabla de sastre y su bolsa para buscar las tijeras. Pero aunque buscó y rebuscó, no pudo encontrarlas.

—¡Qué cosa más absurda! —refunfuñó Tomás. —¡Son tijeras, no una aguja! Bueno, ya las buscaré mañana.

Recogió su bolsa y el pastel… pero ¿dónde estaba su tabla? Miró alrededor, pero había desaparecido. Volvió a dejar todo en el suelo y buscó de rodillas, pero no la encontró.

—¡Bah! —pensó. —Mañana regreso por todo. Mejor me voy a casa y disfruto del pastel con mi esposa.

Sin embargo, cuando levantó la bolsa, ¡el pastel también había desaparecido! Tomás revisó cada rincón, pero no halló más que piedras y espinas. Desanimado, decidió regresar a casa. Pero cuando volvió al lugar donde había dejado la bolsa, ¡esta también había desaparecido!

Pensó que quizás se había confundido de lugar, pero todos los puntos coincidían: la cerca, la piedra grande… solo que ahora no había rastro de sus cosas.

—¡Si tan solo tuviera una lámpara! —suspiró. —¿Qué hago ahora sin tijeras, ni hilo, ni nada?

Decidió regresar a casa, pero al buscar el camino se dio cuenta de que estaba completamente perdido. Había dado tantas vueltas que no sabía dónde estaba, y la noche era oscura como una cueva.

De repente, vio a lo lejos una pequeña luz, como la de un farol.

—¡Hey, por aquí! —gritó. —¡Con el farol!

—¡Ven tú! ¡Ven tú! —respondió una vocecita burlona.

Tomás comenzó a seguir la luz, pero esta se movía también. A veces parecía estar muy cerca, a un paso de alcanzarla, pero de repente desaparecía y volvía a aparecer lejos, al otro lado del campo.

Tomás terminó con los pies cubiertos de lodo, el rostro arañado por espinas, y su ropa hecha jirones. Finalmente, agotado, se desplomó en el suelo. La luz desapareció por completo, y para su alivio, comenzó a amanecer.

Cuando miró a su alrededor, se dio cuenta de que estaba de vuelta en la misma granja de donde había salido. Y allí, en el suelo, estaban todas sus cosas: la tabla, la bolsa, las tijeras y hasta el pastel.

Demasiado cansado para regresar a su casa, Tomás tocó la puerta. La dueña abrió, lo miró y exclamó sorprendida:

—¡Santo cielo! ¿Qué le pasó?

Ella lo ayudó a limpiarse y le preparó el desayuno. Luego, con una sonrisa curiosa, le preguntó:

—Y bien, ¿logró meter a alguna hada en una botellita?

Pero Tomás no respondió nada. Y desde ese día, nunca volvió a decir una palabra mala sobre las hadas.