La leyenda corta del Rey Arturo para niños

Una ilustración del joven rey Arturo intentando sacar la espada de la piedra.

En tiempos antiguos, se contaba que el gran rey Arturo, quien realizó tantos hechos extraordinarios, su reina Ginebra, sus lores, damas de la corte, caballeros y perros no habían muerto, sino que dormían en una cueva bajo una alta montaña. También se decía que estaban destinados a despertar solo si alguien encontraba el camino a esa cueva oculta, entraba en ella, tocaba el gran cuerno de caza que yacía sobre una gran mesa de piedra, y después, con una espada de piedra, cortaba el cinturón que se encontraba allí.

Nadie conocía el lugar donde estaba esa cueva, nadie había visto su entrada. Pero un día, hace unos cien años, un granjero estaba sentado entre las ruinas de un viejo castillo donde, según una antigua leyenda, había vivido el rey Arturo. El granjero estaba tejiendo una red de pesca cuando, de repente, se le cayó un ovillo de cuerda que rodó hacia abajo entre las piedras, entre arbustos de brezo y ortigas, y desapareció por completo de su vista.

El granjero pensó que había caído en alguna grieta oculta, así que apartó con las manos los arbustos de brezo donde había desaparecido el ovillo y vio una estrecha puerta que llevaba al subsuelo.

La curiosidad lo impulsó a descender tras el ovillo. El granjero entró en una galería abovedada y comenzó a caminar por ella. Tropezaba constantemente. Lagartijas rápidas corrían bajo sus pies, y alas oscuras de murciélagos rozaban su cabeza. Finalmente, con el corazón latiendo con fuerza, notó destellos de una llama lejana.

A medida que avanzaba, la galería se iluminaba más y más hasta que, finalmente, llegó a una enorme sala con bóvedas de piedra. En una cavidad en el centro del salón ardía un fuego brillante, aunque no había leña alguna en el hogar. La luz iluminaba las hermosas paredes de la sala, completamente cubiertas de ornamentaciones talladas en piedra.

Al fondo, sobre un trono, estaban sentados el rey y la reina, profundamente dormidos, inclinados sobre sus manos. A su alrededor estaban las damas de la corte y los caballeros, todos dormidos. En el suelo, descansaban los perros reales. Sobre una mesa de piedra, se encontraban un cuerno de caza, una espada de piedra y un cinturón.

El granjero sintió miedo y olvidó lo que debía hacer. Con reverencia, tomó la antigua espada de la mesa. La sacó de su vaina polvorienta y desgastada, y, con el corazón palpitante, vio cómo los ojos del rey y de todos los cortesanos comenzaban a abrirse lentamente.

Cuando la hoja de la espada estuvo completamente desenvainada, los durmientes se enderezaron en sus asientos. El granjero blandió la espada y cortó el cinturón, para luego, lentamente, volver a colocar la espada en su vaina.

En ese momento, los hechizos comenzaron a apoderarse nuevamente de los cortesanos del rey Arturo. Los rostros, que por un instante habían recuperado vida, volvieron a palidecer, los ojos que habían brillado se apagaron y los párpados cayeron pesadamente. Todos volvieron a dormirse.

Solo el rey Arturo entreabrió sus tristes ojos, extendió las manos hacia adelante y, con profunda melancolía, dijo:
—¡Desdicha, desdicha! Este insensato desenvainó la espada, cortó el cinturón, pero olvidó lo más importante: tocar el cuerno.

Al decir esto, el rey se reclinó en el respaldo de su trono y se sumió para siempre en su sueño encantado.

El granjero sintió un horror indescriptible. Corrió desesperadamente por la larga galería, tropezando y tambaleándose, hasta que finalmente salió a la luz del día. Al llegar afuera, no podía comprender si todo aquello había sido real o si se trataba simplemente de una pesadilla aterradora.

Regresó a su hogar con el corazón lleno de arrepentimiento por no haber podido despertar al gran rey y a su corte. Aquella noche, tuvo un sueño inquietante: ante él, como si estuviera vivo, se encontraba el rey Arturo con los ojos cerrados, extendiendo sus manos hacia él y llamándolo con gestos silenciosos.

Este sueño se repitió cada noche. El granjero comenzó a verse consumido por el tormento, su rostro se volvió pálido y delgado, y apenas podía comer. Finalmente, decidió contarle todo lo ocurrido a sus vecinos, y acompañado de dos amigos, regresó al lugar donde había encontrado la entrada a la galería subterránea.

Pero, por más que buscaron, no pudieron encontrar la puerta de la cueva. Entonces, el granjero decidió acudir a un sacerdote y le confesó todo lo que había vivido.

El sacerdote lo escuchó con atención y, finalmente, le dijo:
—Hijo mío, no pudiste devolverle la vida al gran rey Arturo, a su reina ni a sus caballeros, no por falta de voluntad, sino simplemente porque olvidaste lo que debías hacer. Ahora, probablemente, nadie será capaz de despertar a esos ilustres héroes. Ora para que el Señor les conceda paz a sus almas y, entonces, tú también encontrarás la tranquilidad.

Así lo hicieron. El sacerdote ofició una misa por los difuntos en el lugar donde alguna vez se vio la entrada a la cueva, y el granjero oró con fervor por las almas de aquellos que dormían bajo el hechizo eterno.

Desde ese día, los sueños tormentosos cesaron, y el granjero pudo volver a vivir una vida tranquila y feliz.