Había una vez un joven llamado Jack, que vivía con su anciana madre en un terreno baldío. La mujer se ganaba la vida hilando lana que luego vendía en el mercado, aunque con eso apenas podían sobrevivir. Jack, por su parte, era tan perezoso como pocos. No hacía absolutamente nada: en los días calurosos se tumbaba al sol, y en invierno se quedaba junto al fuego.
Por eso todos lo llamaban Jack el Perezoso.
Un día, la madre de Jack se hartó de su actitud y le dijo:
—Es hora de que empieces a ganarte la vida por ti mismo, o te echaré de la casa. Entonces tendrás que apañártelas como puedas.
Era lunes, y las palabras de su madre parecieron hacer eco en Jack. Al día siguiente, salió a buscar trabajo y consiguió empleo con un granjero por un penique al día. Trabajó todo el día, recibió su penique y regresó a casa. Sin embargo, al cruzar un arroyo, se le cayó la moneda y la perdió.
Jack nunca había tenido dinero antes y no sabía cómo manejarlo.
—¡Ay, muchacho tonto! —le dijo su madre—. Tenías que haber guardado el penique en tu bolsillo.
—La próxima vez lo haré así —respondió Jack.
El miércoles, Jack volvió a salir y se empleó como pastor. Por su trabajo, el pastor le dio una jarra de leche. Jack la metió en su bolsillo, pero no llegó ni a la mitad del camino antes de que toda la leche se derramara.
—¡Dios mío! —exclamó su madre—. ¡Tendrías que haber llevado la jarra sobre la cabeza!
—La próxima vez lo haré así —respondió Jack.
El jueves, Jack consiguió trabajo de nuevo con el granjero, quien le pagó con un trozo de queso. Jack, recordando el consejo de su madre, colocó el queso sobre su cabeza. Pero antes de llegar a casa, el queso se derritió con el calor, se deshizo y se pegó a su cabello.
—¡Qué tonto eres! —dijo su madre—. ¡Deberías haberlo llevado con cuidado en las manos!
—La próxima vez lo haré así —respondió Jack.
El viernes, Jack trabajó con un panadero que le pagó con un gato. Jack tomó al gato con las manos y lo llevó cuidadosamente, pero el animal comenzó a arañarlo tan ferozmente que tuvo que soltarlo. Jack volvió a casa con las manos vacías.
—¡Qué inútil eres! —se enojó su madre—. Deberías haber llevado al gato atado con una cuerda.
—La próxima vez lo haré así —respondió Jack.
El sábado, Jack se empleó con un carnicero, quien le dio una pierna de cordero como pago. Recordando el consejo anterior, Jack ató la pierna con una cuerda y la arrastró detrás de él por el suelo. Puedes imaginar cómo quedó la carne al llegar a casa.
Esta vez, su madre perdió la paciencia. No tenían nada para el almuerzo del domingo más que un poco de col.
—¡Eres un cabeza dura! —le dijo—. ¡Debiste llevar la pierna en el hombro!
—La próxima vez lo haré así —respondió Jack.
El lunes, Jack volvió a salir y consiguió trabajo con un comerciante de ganado, quien le pagó con un burro. Decidido a no equivocarse esta vez, Jack cargó al burro sobre sus hombros y comenzó su camino de regreso a casa.
En el camino, pasó frente a la casa de un hombre rico que tenía una hija preciosa, aunque era sorda, muda y nunca reía. Los médicos habían dicho que solo alguien capaz de hacerla reír podría curarla.
Justo cuando Jack pasaba con el burro en los hombros, la joven miró por la ventana. Al ver a aquel hombre torpe cargando un burro, estalló en carcajadas. Y al reír, comenzó a hablar y a escuchar como cualquier persona.
El padre, lleno de alegría, ofreció la mano de su hija en matrimonio a Jack, quien aceptó. Así, Jack el Perezoso se volvió rico de la noche a la mañana. La pareja vivió en una gran casa junto con la madre de Jack, y todos disfrutaron de una vida de felicidad y abundancia hasta el final de sus días.
O al menos eso es lo que cuenta la historia, aunque cuesta creerlo.