El Cuento Ingles sobre el Aprendiz de Hechicero

Una ilustración del diablo regando la maceta de geranio.

En el norte de Inglaterra vivía una vez un gran hechicero. Hablaba todos los idiomas y conocía todos los secretos del universo. Poseía un enorme libro encuadernado en cuero negro de becerro, con cierres y esquinas de hierro. Este libro estaba encadenado a una mesa que, a su vez, estaba firmemente clavada al suelo. Cuando el hechicero deseaba leerlo, lo abría con una llave de hierro. Solo él podía leer sus páginas, pues en ellas estaban escritos los secretos del reino de los espíritus.

Este sabio hechicero tenía un aprendiz, un joven algo torpe y necio. El muchacho servía a su maestro, pero no tenía permitido mirar el libro, ni siquiera de reojo. Ni siquiera podía entrar en los aposentos privados del hechicero.

Sin embargo, un día, cuando el hechicero salió de casa, el aprendiz no pudo resistir la tentación y se coló en los aposentos. Allí vio objetos maravillosos que el hechicero usaba para convertir el cobre en oro y el plomo en plata.

Había un espejo mágico que reflejaba todo lo que sucedía en el mundo; también había una concha encantada que, al acercarla al oído, permitía escuchar todo lo que uno quisiera saber. Pero por más que el joven intentó usar los crisol para crear oro o plata, no lo logró. Miró en el espejo, pero solo vio nubes y humo. Al escuchar la concha, solo oyó un murmullo distante, como si las olas del mar golpearan una playa lejana.

—Nada me sale bien —pensó el aprendiz—, porque no conozco los conjuros que están escritos en el libro. ¡Y está cerrado con llave!

Se dio la vuelta y, ¡oh, milagro! La llave seguía puesta en la cerradura. El hechicero, al salir, había olvidado cerrar el libro.

El aprendiz corrió hacia el libro, lo abrió y vio que las palabras estaban escritas con tinta negra y roja. Apenas podía entender lo que decía, pero, señalando una línea con el dedo, la leyó en voz alta, sílaba por sílaba.

De repente, la habitación quedó sumida en la oscuridad y toda la casa tembló con fuerza. Unos truenos retumbaron por las paredes, y frente al joven apareció una criatura espantosa. Sus ojos ardían como faroles, y de su boca salían llamaradas de fuego. Era el demonio Belcebú, un espíritu que servía al hechicero. El aprendiz lo había invocado sin querer con aquel conjuro.

—¡Da una orden! —rugió el demonio con una voz que sonaba como un horno ardiendo.

El joven quedó paralizado por el miedo, sus piernas temblaban y sus cabellos se erizaron.

—¡Da una orden o te estrangularé! —volvió a rugir Belcebú, mientras lo sujetaba por el cuello con sus manos ardientes.

—¡Riega aquella flor! —gritó el joven, presa del pánico, señalando una maceta con un geranio que estaba en el suelo.

El demonio desapareció en un instante, pero regresó con un barril de agua en la espalda y lo vació sobre la planta. Luego desapareció de nuevo y volvió con otro barril. Así, una y otra vez, el demonio traía más agua y regaba la flor, hasta que el agua comenzó a cubrir el suelo de la habitación.

—¡Basta, basta! —suplicaba el joven, jadeando. Pero el demonio no lo escuchaba. Seguía trayendo más agua y más agua.

El agua subió hasta las rodillas del joven, luego hasta su cintura. Al final, subió hasta sus axilas, y él tuvo que subirse a la mesa. El agua siguió subiendo hasta que llegó a las ventanas, golpeaba contra los cristales y burbujeaba alrededor del joven.

—¡Por favor, detente! —gritaba desesperado. Pero Belcebú no se detenía.

De no ser porque el hechicero recordó que había olvidado cerrar su libro y regresó a casa, el demonio habría seguido trayendo agua por toda la eternidad.

En el preciso momento en que el agua ya estaba a punto de cubrir el rostro del pobre aprendiz, el hechicero irrumpió en la habitación, pronunció un poderoso conjuro y devolvió a Belcebú a su ardiente morada.

El agua desapareció como por arte de magia, y el joven aprendiz, empapado y tembloroso, se desplomó en el suelo, lleno de vergüenza y miedo.

—¡Nunca vuelvas a tocar mi libro! —le advirtió el hechicero con severidad.

Y aunque el aprendiz prometió no volver a hacerlo, dicen que nunca más fue el mismo después de aquella terrible experiencia.